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SENDER EVOCA ZARAGOZA DESDE EL EXILIO

RAMÓN J. SENDER, Crónica del Alba

RAMÓN JOSÉ SENDER GARCÉS, conocido como Ramón J. Sender (Chalamera, Huesca 1901 - San Diego, California, Estados Unidos, 1982).
En marzo de 1939 se embarca como tantos exiliados españoles hacia México, en donde vivió hasta 1942, año en que se trasladó a Estados Unidos. En Estados Unidos se casó por segunda vez y allí continuó escribiendo con la misma intensidad de siempre, trabajando al mismo tiempo como profesor de literatura española en varias universidades. Regresa a España para pasar largas temporadas en 1976, declarando la intención de volver de nuevo para fijar ya su residencia en el país de su infancia, adolescencia, juventud y primeros años de madurez.. En 1980 solicita desde San Diego -California- recuperar la nacionalidad española y renunciar a su nacionalidad estadounidense. Muere dos años después en Estados Unidos el 16 de enero de 1982.

Entre sus obras literarias más conocidas figuran: Réquiem por un campesino español (1960), La Esfera (1934), Los cinco libros de Ariadna (1957), Crónica del Alba (1942 - 1966), Monte Odina (1981), etc.
Crónica del alba es una novela autobiográfica que describe la infancia, adolescencia y compromiso político de un muchacho que posee el nombre de José Garcés (el nombre completo de Ramón J. Sender era Ramón José Sender Garcés).

La componen nueve novelas cortas que se agrupan en tres volúmenes:

I - Crónica del alba. Hipógrifo violento. La Quinta Julieta.
II -  El mancebo y los héroes. La onza de oro. Los niveles del existir.
III - Los términos del presagio. La orilla donde los locos sonríen. La vida comienza ahora.


La obra comienza con una descripción de la infancia del protagonista, José Garcés, en un pueblo aragonés de la España de la preguerra, donde conoce al gran amor de su vida, Valentina, amor que estorban sus padres, de estrechos criterios burgueses, pero que el chaval encuentra la manera de proseguir por medio de palomas mensajeras y mensajes de banderas. El autor se acerca a veces al realismo mágico al describir una excursión al castillo de Sancho Abarca. En el segundo libro el muchacho se encuentra interno en un colegio de Jesuitas, donde traba amistad con el Hermano Lego, un hombre cordial que cultiva cierta vanidad en su pasatiempo preferido, la escultura. Ahora el punto de vista es el de un adolescente enamorado. Pepe se encuentra con la religión y descubre lo importante que es. Después regresa a casa de sus padres en Zaragoza; empieza a trabajar como mancebo de botica y, a pesar de seguir enamorado de Valentina, tiene una relación con una chica proletaria; descubre las injusticias sociales y el sindicalismo. Más tarde se verá envuelto en la Guerra Civil. La obra ha sido llevada al cine y a la televisión varias veces y junto con La forja de un rebelde de Arturo Barea, es sin duda el mejor libro de narrativa del exilio literario republicano.

En Crónica del Alba nos habla de sus padres y hermanos, de sus fechorías con los amigos del pueblo, de sus estudios y sobre todo de Valentina, la hija del notario de Tauste. Pero en su infancia de niño extremadamente sensible, a la vez que serio y rebelde, junto a la imagen luminosa de Valentina, el cariño de su madre y el respeto y admiración que sentía por el abuelo paterno se levanta el sombrío recuerdo de su padre: le trataba con excesiva dureza, le pegaba con frecuencia, y como Ramón J. se rebelaba con actitud desafiante, fue surgiendo entre los dos una áspera tensión que los iba distanciando.

Describe el casco antiguo y algunos barrios de la ciudad, como la Quinta Julieta, enamorada evocación de Zaragoza, transfigurada líricamente por la lejanía y el dolor del exilio. El protagonista de la novela, Pepe Garcés, reflejo del propio Sender, llega a Zaragoza y recorre sus calles, plazas y rincones más íntimos y atractivos para la sensibilidad juvenil del personaje, ofreciéndonos en su relato una visión entrañable de la ciudad de principios del siglo XX.

Mi padre había alquilado el primer piso de la casa de los marqueses de M. en el número quince de la calle de Juan de Aragón. Estrecha y sombría, comenzaba junto a la iglesia de la Magdalena, un antiguo templo pagano de los tiempos de Augusto sobre el cual se había construido una mezquita con su minarete en tiempo de los árabes, y más tarde había sido dedicado a templo cristiano. Por los ajimeces salían murciélagos, al oscurecer. En el otro extremo de la calle estaba el Arco del Deán, que no era tal arco, sino un túnel de piedra de más de veinte metros de profundidad y la entrada verdaderamente grandiosa de La Seo. Esta era la verdadera catedral de Zaragoza, en la cual se veía también un basamento romano, un decorado mudéjar y un arquerío gótico. La labor del coro era renacentista, y el conjunto, de una grandeza y una sobriedad impresionante?

... La ciudad verdadera estaba en el Coso y en el paseo de la Independencia con su plaza del mismo nombre, la calle Alfonso y la plaza del Pilar. El templo del Pilar, tan hermoso y tan grande, era moderno y decorado como un hotel o un banco de lujo. Todo el barrio del Pilar, con excepción de San Juan de los Panetes - que parece datar del siglo XIII- , era moderno. Mis padres veneraban a la Virgen del Pilar, pero no estimaban mucho el templo. En cuanto a la parte sureste de la ciudad, desde la plaza del Justicia Lanuza hasta Torrero y el cabezo de Buenavista, era la parte más hermosa y vivían allí los rentistas prósperos. Aquello era el porvenir. Casas con jardín, calefacción y hasta - creo yo -  con piscina privada ...

... Un poco más abajo, por la calle Cerdán, se iba al mercado, donde millares de compradores y vendedores hacían cada día sus negocios de frutas, legumbres, carne y pescado, protegidos del sol por un inmenso cobertizo de metal y cemento complicado como el laberinto de Creta. Los olores más diversos se mezclaban allí dentro, pero dominaba una sensación de frescura húmeda. Por el centro del pavimento de ladrillo había arroyuelos de agua circulando como en los alcázares moros. Aquel sitio me parecía terriblemente exótico ...

... La calle Precicadores era una calle ancha, de edificios altos con esa pátina entre topacio y rosa que dan los siglos a las viviendas civiles, mientras que las piedras de las catedrales y de los palacios toman un color oscuro de hierro cola ...

... Detrás del costado norte de la calle de Predicadores se sentía el río con tres grandes puentes. Uno el del tren, otro el clásico puente de Piedra, de pilastras romanas, muy amplio. Por él pasaban las dos vías de los tranvías del Arrabal y de la estación del Norte. Todavía había otro más abajo, con pilastras de cemento, que debían ser el que usaban los carreteros y labradores de la parte más agrícola del municipio hacia la desembocadura del Gállego ...

... Fuimos del extremo histórico de la ciudad al más moderno. Allí estaban las finanzas saneadas, los comercios de lujo, los cafés de moda, con concertistas famosos. En fin, todo lo contrario de la calle de Don Juan de Aragón. El edificio era una casa antigua de seis pisos. Hacía esquina al callejón de la Audiencia, pero como en aquel lugar el Coso torcía un poco hacia la calle de Cerdán, las ventanas y los balcones que daban a la calle de la Audiencia era como si dieran al Coso mismo. Un lugar de veras hermoso para vivir. Yo no cabía dentro de mi piel, me sentía hombre moderno, civilizado y cosmopolita. La casa inmediata a la nuestra era el palacio de los Luna, un caserón renacentista que los turistas visitaban y fotografiaban y que tenía una hermosa portada con los gigantes de piedra, uno a cada lado, que sostenían el friso y amenazando a hipotéticos enemigos con enormes mazas de piedra. Aquel edificio se dedicaba a Audiencia Provincial. Cuando entraba o salía de mi casa lo miraba con respeto ...

... Veía al pasar por la calle el edificio moderno y lujoso (Casino Mercantil), con su portero de librea, pero nunca había entrado. El Coso era allí ancho, limpio y silencioso. Paseaban parejas domingueras, automóviles, coches de caballos con las ruedas blancas como la nieve. Y hacia media tarde llegaban músicos ambulantes que tocaban, cantaban y vendían la letra de las canciones en unas hojitas color rosa. La gente los rodeaba en un gran grupo inmóvil y la voz de los cantantes hallaba un eco de día de fiesta en las piedras del palacio de la Audiencia. Se veía salir por el Arco de San Roque y por el lado de las Escuelas Pías grandes grupos que volvían de los toros. Vendedores de periódicos aparecían pregonando un semanario taurino: Pitos y palmas, con la cogida de Belmonte o tal vez el triunfo de Florentino Ballesteros, que era un torero aragonés.

Ediciones:

SENDER, Ramón J., Crónica del alba, Destino, Barcelona, 2001.